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Abstract

Aún recuerdo la principal impresión de mi primera lectura, hace ya muchos años (eran los inicios de 1968), de El coronel no tiene quien le escriba: la concisión y la extraordinaria fuerza del lenguaje, la seguridad de la prosa para designar implacable y directamente las cosas. Tal impresión sobrevivió muchos años en mis lecturas de otros autores y de otros libros de García Márquez. Cuando leí Cien años de soledad, en cambio, muchas cosas me desconcertaron, pero no atiné a identificarlas. Leí nuevamente El coronel no tiene quien le escriba y me atrajo ya la fortaleza, la dignidad humana del personaje central. Muchos instantes de la narración me parecieron de un verismo incuestionable. En sus manos, en sus ásperos cabellos, en su parsimonia, aun en su timidez, el anciano Coronel me recordaba a muchos hombres del norte de México: la misma fortaleza. la misma arrogancia a toda prueba que conocí de niño en tantos hombres, algunos de ellos veteranos revolucionarios, me persuadieron a ver la novela como un logrado acercamiento a nuestra realidad. Creo que desde entonces intuí que la diferencia con la gran novela de los Buendía era ese verismo, esa realidad humana; que los Buendía eran personajes literarios, rabelesianos, pero que el Coronel sin nombre era real, y que ante su brutal realidad el lenguaje mismo se había tornado también implacable, puro.

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